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lunes, 14 de marzo de 2022

Sin final


La luz amanece en los frascos de miel y anís 
de esta mañana de domingo,
en la cocina con olor a pan tostado
y rodajas de naranja. En el acto
de guardar cucharas, tazas, fuentes.
Lleno el mate, la bombilla, cargo el termo.
Se acabaron las almendras, escribo “hay que comprar”,
también “limón, te, mermelada, manzanilla”.
La brisa que entra convive con el ritual
sedentario y tibio, donde soy la
que a través de la ventana ve nacer un nuevo día,
entre quehaceres
como adentro de un video en repetición continua
de hace mucho tiempo atrás, 
sin idea de un final.

viernes, 11 de marzo de 2022

El ciclón del 46

El tren de las 22 llegó puntualmente, ese viernes 13 de Septiembre de 1946, a la estación. El periodista descendió en medio de la desolación y comenzó a caminar las calles, envuelto en polvareda y sombras, tratando de ver algo más por sobre los escombros y la oscuridad.
Esta historia de dos días se inicia el miércoles cuando, a pesar de que todas las descripciones coinciden en que el pueblo anocheció en calma, los árboles -en ejemplo de esa quietud siniestra que anuncia al desastre- inmóviles entre una brisa desaparecida, durante todo ese día no necesitaron tapar la palidez nacarada de un sol que se retiró demasiado rápido.
Desprevenidos, indefensos, sobresaltados. Así se despertaron esa madrugada. Algunos pocos trasnochadores memoriosos recuerdan que un murmullo incipiente fue creciendo hasta que, fulminante, se transformó en aquel rugido inolvidable que recorrió el lugar, arrancando todo o casi todo a su paso. Sostienen que la impresionante espiral, que duró un santiamén pero que fue vivida como interminable, dejó -al alejarse- un silencio más oscuro que la misma noche.
Nadie sabía a qué atenerse. En la población, pasmada y reaccionando a tientas tras el espanto, gradualmente hacía su aparición el sentimiento, entre escenas desvastadoras que la pobre iluminación de las lámparas parecía acentuar. El ambiente –en sí mismo- era llanto. Preguntas que venían desde todos lados y volvían a irse sin respuesta, entre desprendimientos de chapas y de hierros, entre paredes que se caían estruendosamente... Las raíces de las plantas, desparramadas por todos lados, fueron la escenografía agónica de las primeras víctimas encontradas. Y, con la precariedad que contagiaban los incesantes desmoronamientos, a las 3 de la madrugada se estaban prestando los primeros auxilios.
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Por aquí y por allá animales muertos o en agonía, trozos de muebles, cartas embarradas, techos desperdigados por las calles. De esta forma llegó la mañana, con un trágico asombro en los ojos de los niños, con miradas petrificadas sobre los hogares aniquilados, y con un sufrimiento absorto en lo indescifrable, espeso, a medida que se iban encontrando los demás cuerpos sin vida. Fue en este escenario de caos y desconcierto, donde los gestos de solidaridad y amor al prójimo se transformaron casi en lo único, porque esos fatídicos treinta segundos de un viento soplando a 150 km/h dejaron un saldo impresionante de soledad y desgracia, pero también de colaboración, de mano tendida, de incorporarse para ser más fuertes que el mismo horror, en la ayuda al que necesita; las farmacias entregaban gratis los medicamentos; las tiendas, frazadas, abrigos, mantas; y aquel poblador que había tenido la fortuna de salir indemne físicamente, ayudaba a los más débiles y a los heridos.
Transcurrieron muchas horas hasta que la noticia se conoció en la Capital Federal. Un primer parte informaba que en un ignoto pueblito llamado Carlos Casares, a las 2 y 40 de la madrugada del jueves 12, había pasado un ciclón, dejando un saldo de 13 fallecidos, más de 100 heridos y cerca de 120 casas derribadas. En honor a la verdad, al otro día todavía no se podía establecer la magnitud de la catástrofe, pero la gente, para entonces, estaba preparando el entierro a sus muertos; y en el colmo del desconsuelo, pasadas las 5 de la tarde, ese viernes, una agobiada caravana de más de 5.000 personas, acompañó a los féretros bajo la llovizna, hasta su última morada.

El diario capitalino, enterado de lo sucedido, decidió enviar a uno de sus periodistas para que realice la cobertura del suceso. El tren de los viernes llegó –en este estado de las cosas y su luto- se podría decir que milagrosamente sin alarma, a la estación.
Al bajar, el cronista percibió el frío, y la desolación lo apabulló ni bien se dispuso a recorrer las calles, en dirección al centro. Lo primero que pensaba hacer era ir hasta la escuela Bernardino Rivadavia, ya que tenía noticias de que allí se encontraban albergadas muchas de las 1.300 personas que habían quedado sin techo.
Jamás antes había escuchado hablar de Casares, pero durante el viaje se había enterado detalles de la tragedia; por esta razón, al girar la cabeza y toparse con un viejo árbol que, malherido, se mantenía de pie tozudamente, asistido por una estaca que seguramente algún vecino le había acercado, se conmovió ante la evidencia de que nada estaba acabado y, pensando en los porqués del destino y su furia natural, siguió su marcha para el lado de la plaza, por las veredas cubiertas de ramas, flores despedazadas y trozos de ladrillo.



MabelBE

Me dijo, que le dijo que le dijeron : Antología de cuentos y relatos sobre Carlos Casares

El vestido 1

Tiene fondo negro y pequeñas flores
naranjas, azules, rojas, lilas, ¡blancas!
entre el verde de los tallos. Cae como un deleite
su seda, casi como sinónimo de lo fuerte que algo fue.
Vamos al cuadrilátero.
Señoras y señores, en este rincón, el vestido floreado!
con mi cuerpo y gran parte de mi alma en su interior.
En este otro rincón, la esperanza. Su perfume de libertad y
el consejo de que debo someterme a la dulce polisemia
de lo que soy
adentro del hoy.
¿Tengo necesidad de decirlo? ¿que puedo asumir
lo que hay
y cambiarlo, e inclinar la balanza
desde el mismo comienzo de la lucha, si así lo quiero?.
Que impresionante, saber cual es la forma de ganar un combate
esencial.
Mi vestido ido. Lo desconocido acercándose, con una
duración de encuentros y acontecimientos
que me perduran y que, en forma
fascinante, se introducen en mis entrañas
exigiendo que lo saque de mi vista. Y yo, que amaba
·¿será pasado?· a ese vestido floreado, no descifro
cómo desprenderme de la tela para siempre.
No hay más posibilidad, pareciera, que pintarme
los ojos, buscar que el cabello brille como vidrio acompasado, delinear
los labios para que la sonrisa alcance a verse
desde lejos, encontrarme
por fin
en la mirada de eso que por allí flota, esperando ser presente.
Si, el vestido está gastado, ·¿y esa energía que ronda y que
suave me empuja los ojos hacia otros terciopelos, gasas y tenues tules
de donde sale?·.
Si, si, el vestido está muy gastado.
Pero lo nuevo es de cuidado. Hay colores que me dan alergia, como
el gris. Hay telas que pueden lastimar la piel. Someterme
a este momento epifánico
asusta
y no por su porte de ambigüedad, que se da sólo
en la inexistencia de finales y principios, sino
por esas imágenes
que se encadenan debajo de lo que veo, con el único objetivo
de formar la hierba
básica
que pisará el futuro que me queda.
De estas tonalidades nuevas hablan las entrañas.
·¿Y el pasado?¿de qué me habla el pasado?· Si está a punto de
romperse. Una brisa mas o menos potente
y chau vestido. Sólo sus flores pesan, representando
esfuerzo y estrategia, y sosiego. Y aunque sea cursi, me cuesta olvidar
el cuidado que puse en las ocasiones en que lo usé, la pasión, tantos
paseos en tardes de primavera, esa imperceptible mancha
de brindis que todavía hace sonreír.
Cuarto round. Las entrañas vuelven a la carga
mandándome de esas imágenes
tan bellas, tan nuevas
¡tan sin dolor!
y me piden que me ponga otro vestido. Han traido varios modelos
y prometen más. Me repiten
que tengo derecho a hacerlo, que tengo la obligación.
¿Y tengo derecho a decirlo? yo sé que puedo cambiar la
historia, si quiero.
Me detengo en mi propio territorio, donde
las diferencias no hacen la diferencia, y calculo el peso del asumir
la cuestión.
¿Y otra vez es necesario decirlo? ¿que necesito
dejar librada una parte importante
de la inclinación de la balanza
al universo? ¿que a la vez
me apresa el nocaut? ·si es técnico mejor·.
En este rincón, el vestido floreado! Lo cambio, si quiero.
Y si no quiero, tendré que continuar mañana
igual que ayer, con mi vestido florecido/desteñido: un florilegio
de lo que he sido entre la vaguedad de lo que seré. Ruego ser
consciente.
En este otro rincón, las entrañas! mostrándome una fotografía de mí
con nuevo vestido, con ojos pintados, con brillo en el pelo que cae
por mis hombros sostenidos en un abrazo, con una sonrisa
delineada ·¿por mis instancias?·.
El tironeo hace que dude
sobre qué es lo que soy adentro de este hoy. O sobre cómo seguir entre
supuestos espejismos camaradas. ¿Otro vestido?
¿debo someterme, omitir, retirarme? ¿inclinar la balanza del combate?
·¿ser parte de lo que no fluye ni emana entre el origen
Se puede ver perfectamente. Las entrañas milagreras
enfrentadas a una melancolía de otoño que subyuga
y una verdad que avasalla sin aclarar lo que define.
Cierran este estadio, no habrá nuevos combates aquí. La elección
es concluyente. ·Que haré, yo que tanto temo a la expresión
"para siempre..."·.
¿La valentía aún duerme al borde del ring?
que el sparring me la alcance.
Sigo mirando el vestido ¿lo tiro, lo conservo para secar
el sudor del corazón? ¿asumo que no quiero
desprenderme? ¿o que sí quiero? ¿cambio, no cambio?.
El poder yace en perfumes desconocidos, el arrojo
solloza con el desgajo de las flores.
Espacio único de entrañas, vestido de destino.
Batalla. Inacción contra lo otro.



MabelBe / AKASHIA. Ojos abiertos