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jueves, 25 de abril de 2013

Ebelina 74


Abeja y miel pernoctan en cada gentileza de Esiquio.
Su suavidad es exacta, se refleja en un mar de primavera.
Vuelo de sesos, la mañana. Acabose obligado. Duelo animal.
-Y esa costumbre de sitiar por dentro el rincón
del trébol en el living de mi casa!, estallo
aunque sé que no tengo de qué quejarme.
Por un agujero se escurre la luz, se rehace y transmuta
cuando se le antoja
en lluvia de manzanilla, en rasguido o gorjeo,
en hondura de un viento leve, olas / en una locomotora / en
una rosa recibida / en el príncipe que la mira amoroso / en
humildad / en cuarenta y dos ángeles y medio, mas o menos.
Con sus cartas, Ebelina puede armarme un castillo
en el punto más alto. Y hasta con un cartel que diga “no
soplar”.
No tengo de qué quejarme, pero
cuando vuelvo a mirar el pico de la montaña
(allí arriba, tan alto)
pregunto cómo se hace para pedir amor.
El Linyera me contesta que su basenji se llama Amor y que el
cisne-ciruja es uno de sus hijos.


-Entre los destellos de esa exactitud verás bailar un vals como si fuera en el fondo del agua, será consecuente, hasta que los silencios cedan, hasta que las palabras alcen y vistan, hasta que ya no taches. A pesar de cualquier marcha atrás que se le ocurra a la vida, la danza sobre los ciclos no dormidos será plena, un shock, y -por fin- como la miel, reviviente, tranquiliza Ebelina.



® Mabel Bellante, 1995