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jueves, 20 de agosto de 2020

Infancia

Para sus nueve años le regalaron un montón de libros de cuentos y de poesías. Enseguida descubrió que podía leer en voz alta algunos párrafos y versos frente al espejo viejo de la piecita del fondo. Su juego preferido era ir ahí después de almorzar. Apoyaba los lápices, papeles, libros, en la mesa de planchar mientras el sol dibujaba flashes en la pared. Cuando era la hora de la merienda, las sombras le dejaban media cara oscura. Significaba el fin de la siesta, lo siguiente era el grito de la madre llamándola. Los días de lluvia eran diferentes, el olor a tierra mojada la hacía sentar en la silla azul plegable y sentirse triste pensando en nada, sin imaginación ni ansias. En una de esas siestas fue que se le ocurrió que era la poesía esa entidad que la acompañaba, la que la hacía lagrimear. Así que pensó que podría dibujarla, y esto sería en los días nublados, sin el sol en la cara haciéndole fruncir los ojos. Su primera poesía fue a los diez años, la teatralizó en una especie de ceremonia para el Tony y el Chiche, que siempre la acompañaban -como un mágico ejemplo de la influencia de los elementos estables- moviendo la cola, alertas para empezar a jugar.

MabelBE