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viernes, 3 de noviembre de 2023

El desayuno naranja

Cortaba la naranja y el ácido saltaba a sus ojos, los cerraba pero parecía seguir viendo desde otro lugar.

La mayoría de los días, su brazo -en un gesto involuntario- hacía volcar el mate. No sé por qué seguía poniendo todas las cosas del desayuno en el espacio que quedaba libre en la mesada, entre la esponja y el detergente, el trapo, la bombilla... Las semillas de anís, las cáscaras secas de limón y el hibiscus cayeron al piso, junto a la yerba. Y la misma puteada silenciosa de cada mañana. Aparecía Tony, caminando por la puerta con su pregunta en la mirada. Ella le contestaba que en un rato le daría un poco de queso blanco. La observé miles de veces, cómo iba a buscar la escoba, barría doblando el cuerpo en estilo contorsión y llevaba la palita al tarro de la basura, donde terminaba el boicoteante ritual de los inicios cotidianos. La naranja, partida en dos, esperaba pegada al exprimidor.

Tony insistía dando vueltas, con sonidos cortos, entre sus piernas, ese amor de gato siamés… El jugo en ayunas es sagrado desde que tengo uso de razón. Que la vitamina c, que el efecto antiinflamatorio, que es la reina de la aceleración del metabolismo, beneficios por todos lados. La costumbre continuaba con el lavado de sus manos en el baño; volvía oliendo a jabón y continuaba con la preparación del mate, la nobleza de la madera se oscurecía en la parte de abajo, porque sus dedos volvían a mojarse con los cubiertos que habían descansado toda la noche sucios en la bacha. A mi madre le daba pereza dejar la cocina despejada para el día siguiente.

Tomaba el jugo que me alcanzaba, algunos días me hacía hacer un gesto, igual de involuntario que el movimiento de su brazo un rato antes, por el amargor. No importa, me decía, tomátelo todo de una vez.

Lo que seguía era pelar la cáscara y colocar los trocitos a secar al sol, en la ventana por donde entraban los primeros rayos, que en verano eran insufribles y en invierno muy deseados. A veces me tocaba llevar a cabo esta parte del proceso, lo detestaba pero como nunca ayudé en las tareas de la casa, me imponía hacerlo, sobre todo cuando quería que me comprara algún juguete o alguna ropa más tarde.

Las naranjas fueron parte de mi vida, hasta el día de hoy, ahora corto las más perfectas por la mitad, las ahueco y las tengo de alhajeros donde guardo los anillos. Hay noches en que sueño que tengo el mismo patio de mi niñez (estaba colmado de higueras, plantas de menta, mandarinos, limoneros, un sauce llorón enrulado y muchos naranjos), pero en otra ciudad, con muchas plantas llenas de pelotas rugosas y duras, de todos los tonos anaranjados posibles, algunas caídas en el piso. Lo veo al Tony oliendo cada una, y empujando a las más chiquitas para jugar, corriendo de aquí para allá.

Nunca tomé jugo de naranjas comprado, lo tengo internalizado a fuego como un sacrilegio, algo tan artificial como ajeno, que va!. Y son contadas con los dedos de una mano las mañanas en que no tuve estas frutas en la heladera para el desayuno.

Mi madre ya no está, el lugar de los frutales se vendió hace años, pero las naranjas continúan en mi vida. Y cuando tenga el patio de mis sueños, lo primero que haré será enterrar las cenizas del Tony bajo el primer árbol que plante, de ahí van a salir mis desayunos hasta que sea yo la que me vaya.


MabelBE


Las voces de las hojas

Estoy sentada a la sombra en algún lugar de El Bolsón, a unos diez metros hay una hondonada, en esta bajada del terreno todo el paisaje continúa igual de verde, con tonos que van desde el musgo al loro, y sus bailes únicos con cada rayo de sol formando un animus vegetal mágico.

Las copas de los árboles se enredan y desde arriba parecen un colchón de hojas, me imagino tirada ahí, con el perfume de la savia y la calidad artística de cada planta, muchos perfumes únicos combinados en el aire formando una voz llena de decenas de voces. Ahora tocan una serenata, después van a desarrollar una conversación grupal sobre el descanso creador de los pensamientos, que se cuela entre las sensaciones, desde los agujeros que forman los dolores, para cerrar las cicatrices de la piel primero e invisibilizarlas después.

-No nos detendremos hasta ver las almas elegidas totalmente curadas, dicen las voces mientras se mecen, sus grandes sonrisas disney hacen dar ganas de bajar de espaldas a ese gran hueco natural, dejarse caer mirando al cielo un momento y quedarse a dormir ahí toda la tarde, hasta que -siguiendo el topping de dibujos animados de mis 8 o 9 años- las primeras estrellas oficien de despertador

Entre el dulce barranco y yo, hay una mujer joven y un hombre joven, deben tener menos de treinta cada cual. Ella y el, mirando para abajo, succionados de belleza sus ojos, el hombro izquierdo de ella casi toca la parte superior del brazo derecho de él. El muchacho tiene una remera, con muestras de uso, entre verdosa y celeste, un jean con la forma de sus piernas pero ancho, zapatillas oscuras. Ella también lleva una remera manga corta, colorada, jean más claritos que los de él, zapatillas coloradas, el pelo suelto le llega a los homóplatos y el viento le mueve de vez en cuando las puntas para los costados.

Ambos hablan, y el viento me acerca parte de sus palabras.

- Es tan perfecto este momento que quisiera que..., supongo que dice él porque la voz que viene es más grave.

- No sé que decir… sonreír… la vida, seguro que es ella porque su boca se está moviendo y puedo verla de perfil mirándolo.

Él le toma la mano, es unos quince centímetros más alto que ella: -...genial! (la voz de él).

La voz de ella: -...amo ...entera ...acá?

Se abrazan, los brazos de la chica pasan por la parte baja del estómago de él, sus manos entrelazadas en la parte derecha de la cintura, su cabeza apoyada en la manga verdiceleste. El brazo derecho de él sostiene la espalda y hombros de ella. Así se quedan un rato, el viento ya no me alcanza las partes dispersas de sus oraciones, sólo un murmullo risueño viene a veces.

Las voces de las hojas se vuelven música, y soy parte de Flowers and trees de Disney.

Siento que ella fui yo. No, más exacto es decir que siento que ella soy yo. Y que él es el que el destino me trajo muchas veces y pasó a mi lado sin que pudiéramos vernos. Recuesto la cabeza sobre un árbol muy alto, prendo un cigarrillo, me pongo en la boca un caramelo de jengibre. Ser impredeciblemente soñadora no es sinónimo de estupidez, como siempre lo creí. Los árboles vuelven a decir algo, voy a escucharlos. También sonrío. Cierro los ojos, respiro.

MabelBE




La esquina llena de viento

La luz de la tarde abraza el edificio de departamentos de ventanas simples y con la falta de pintura, ejemplo de la dejadez normal de tiempos escasos. Dos árboles fuertes equilibran la esquina, sus raíces están saliendo afuera de la tierra, la vereda está ondulada cerca de ellos y combina con la ondulación de todo lo que flota en el aire a través de los rayos de sol que me entran por los ojos.

Cada vez que doy la vuelta al salir del subte y veo esta panorámica de paisaje urbano, de cuatro pisos con tres ventanas y un balcón por piso que da justo a la esquina de los dos árboles, cada vez que recorro esos cien metros hasta pasar por el lugar, contemplo ese espacio, contemplo sus colores a medida que me acerco, nuevos detalles me sorprenden cada vez, o tal vez me sorprenda siempre la misma cosa y lo olvide...

No tengo registro de lo que pasa cuando llueve. Tres veces lo intenté y el trayecto fue otra cosa. En los días sin lluvia entro en un laberinto desde la escalera de salida del subte, no tengo idea de cómo es la calle que camino hasta llegar a esa esquina, cómo son las plantas y las veredas, los edificios, si hay comercios o encargados parados con la típica escoba y el cigarrillo espiando el movimiento de los alrededores, no escucho voces, no sé qué pasa desde que doblo por Virasoro y camino hasta Amenábar, para retomar Piedras desde esa esquina donde confluyen las tres calles del viento.

Es un laberinto con miles de universos diminutos en suspensión, organismos hermosos y monstruosos, restos de insectos asesinados o muertos por lo que sea, cubiertos de polvo, olvidados por todo lo que late o tal vez recordados por un corazón similar ante nuestra indiferencia, brillos al estilo luciérnagas van y vienen. Probablemente esporas, virus, bacterias, en cantidades desconocidas, pueden estar mezclándose con el amor y otros resabios de emociones que quedaron para siempre estáticas en el aire, y me traspasan cuando entro en esa espiral, tal vez se me implanten, tal vez no. No lo sé, no puedo pensarlo en el momento, sólo después de varias cuadras, aproximadamente a la altura de Tucumán, vuelvo en mí y tomo conciencia del peligro y de la maravilla de la cuadra antes de la esquina.

Siempre que cruzo la calle y piso la esquina, me detengo con algún disimulo a prender el celular, buscar algo en la mochila, ponerme alcohol en aerosol en las manos o un pañuelo en el cuello que sujete el pelo de la corriente de aire. A veces se me antoja simplemente pararme y mirar para Amenábar, para Virasoro, para Tucumán o para Piedras, es un acto de rebeldía bobo, como cruzar las calles por la mitad. En que, después de tantas veces hacer lo mismo, me siento más alerta. Percibo la profusión brusca de brisas y espejos ventosos que confluyen en esa esquina, una y otro y otra, cada cual con la energía que trae de lo vivido calles atrás supongo, voces, aromas o los olores por los que pasaron. 

Me pregunto si hay un punto exacto de esta esquina donde la unión del aire llega a generar cambios energéticos significativos, en mi vida, o en general, o en el mundo... intenté pararme entre los árboles, entre el cordón y el árbol de la izquierda, entre el cordón y el de la derecha, sobre ciertas baldosas, nada pasó; un día estuve con mi espalda pegada a la pared de Amenábar y un frío helado que me entró al cuerpo hizo que saliera casi corriendo.

Hasta antes de cruzar la calle me repito de memoria el frente, es lo que vengo mirando paso a paso. Dos persianas rotas quedaron en diagonal y las palomas pasan el rato en el balcón de terminaciones redondeadas del cuarto piso. Imagino a la terraza despintada y sin alma. El balcón del segundo, cercado por cañas, casi todas resecas, deja ver un tender con ropa y una silla. Una cortina a cuadros, que ondea y parece querer escapar, se enreda con colgantes triangulares verdes, celestes, violetas y naranjas, en el balcón del primero, sus plantas están florecidas, alguien espiritual vive allí seguramente. En la planta baja, un jardín maternal parece ocupar toda la superficie, desde noviembre se ve una parte de la pelopincho que salpica, risas gritonas y, sobre la pared que linda con el edificio de al lado, salidas de baño y toallas que cuelgan de ganchos plateados adosados al tapial. Paso varias veces a la semana por ahí y, siempre que está la esquina, miro hacia adentro a través de la puerta de vidrio de la entrada. Algunos viernes alquilan el lugar para fiestas de cumpleaños. La música infantil sale a la vereda, hay gente que entra con paquetes de panadería y botellas de gaseosas, y bullen exclamaciones alegres o de cuidado, no corran que se van a lastimar, hija te ensuciaste el vestido, vengan a cantar el feliz cumple...

Me pregunto también cómo hacen las niñas y niños que van ahí, para soportar el peso de esos cuatro pisos sobre ellos, al viento que se encuentra y se revuelve en la esquina, tantos estados anímicos... tal vez sus casas sean más alegres, tengan algo del estilo del balcón colorido del primero. Y me pregunto adónde queda todo cuando llueve, porque en esos días la esquina llena de viento desaparece, sólo vive en resolana. Ojalá alguien más se haya dado cuenta.


MabelBE


El léxico sin lugar

Tengo que pasar varios filtros para llegar a algunas palabras del léxico familiar cotidiano. Filtros de angustia y vacío, también de desamor -para el caso de que el desamor pueda separarse de alguna manera de los vacíos- y, por qué no, de momentos de amor y suavidad. Como los pétalos de las cebollas, pero reemplazando olor por dolor la mayoría de las veces, con unas pocas absolutamente perfumadas.

Me hago cargo de la parte que me toca, siempre contestando, yendo por más, devolviendo el doble, en un concepto, en un insulto, en un gesto con aspaviento. Es que simplemente el alma no me dejaba pedir perdón, o decir tenés razón. Ojo, por ahí era el ego, una cosa u otra, no creo que se puedan mezclar... Cuando no tenía otra opción, bajaba la cabeza, pero era con rebeldía, pensando en cómo salir airosa de la situación, donde airosa significaba no sentir que el pecho se me partía de tristeza. Todavía hoy me pregunto si se me notaba el terror que me daba hacerlo.

Pero vuelvo a las palabras, ¿cuáles eran?, mis padres no eran de muchos recursos léxicos, mi madre cocinaba muy rico y muy limpio, mi padre tenía dinero para gastar, ambos eran generosos con ésto que daban: comida y dinero en una casa de inviernos tibios por la eskabe que amparaba los ambientes. Recuerdo la luz, difusa para mi gusto, de la cocina, tanto de noche como de día, el living, la escalera que llevaba a las habitaciones de arriba, un poco más frías. Y el patio, siempre con animales, sapos, colibríes, conejo, tortuga, gatos, tero, siempre perros.

Es extraño que ninguna palabra aparezca en mi mente, algo en medio de un consejo o de un sermón, alguna letra hilada en medio de una sonrisa o una muletilla cómplice entre miradas. Busco entre sensaciones de sorna y de enojo, entre los tambores en el corazón durante momentos de terror, pero nada aparece.

Y de repente: “Si no comés se la vamos a tener que dar a los perros”, veo a mi padre diciéndole a las visitas que no se servían más comida, durante los domingos de mesas de más de una docena de personas. Me vuelvo de seis, ocho o nueve años, me veo con la espalda doblada por demás, flaca, las orejas sosteniendo sin problemas pelo lacio y oscuro, los ojos desconfiados, y escucho a continuación, también de su boca: “es una jauría”. Se refería a pequeños grupos de jóvenes revoltosos. Si, la jauría, para mi familia nunca fue un grupo de perros cazadores, sino personas desordenadas, que podían hacer daño desde la inconsciencia.


A continuación aparece la figura de mi madre, en la misma mesa pero a la tarde, con torta helada, masas o sandwiches de miga, y mate, jugando a las cartas. Con su primo, con mi padre, con amigas y otras personas de la familia, con mis hijas, conmigo también, en diferentes momentos de su vida. Así, de una nada que es todo, aparecen estas instantáneas, disparadas como las pelotitas de tenis desde la máquina de entrenamiento hacia el aprendiz que debe devolver con un revés y no la tiene muy clara, desde no sé donde hacia mi cerebro con rebote en el corazón. Un regresón, mi madre mirando sus cartas y diciendo, como para sí misma, alegre, “tengo un paisano de cada pueblo”. Esta frase representó la divergencia o disimilitud en todos sus aspectos. “Un paisano de cada pueblo” cuando no alcanzaban los vasos del juego si había mucha gente en casa, cuando las cartas venían sin posibilidad de armar un juego, o en el ramo de flores cortadas de las plantas del patio, las que quedaban completas después de que los perros de la casa las utilizaran como juguete, durante los domingos que tocaba acompañarla al cementerio.

La sensación me aparece, aunque sin frases pensadas o dichas, cuando no logro resolver un problema, cuando veo a un paseador de perros y al grupo dócil que lo acompaña, todo lo contrario a una jauría, cuando veo flores en los canteros, cuando recuerdo la casa donde crecí.

Seguramente hubo muchas otras frases, no me extendí a amigos, primos, tías y tíos, vecinos… Pero no puedo atrapar más recuerdos ahora. Pienso en las sobras. En los filtros y en las cebollas. En mi infancia incómoda, con sus momentos balsámicos. En que es una suerte que existan los perros, en la comida y en la ajenidad de ciertos conductos filiares.


MabelBE




El camino adornado

La ruta reposaba bajo el sol, los rayos que llegaban hasta el pavimento dibujaban chispas luminosas que ondulaban a pocos centímetros del suelo, como tomando distancia de algunas marcas de rueda de camión y del oscurecido trazo que marcó una frenada, imborrable, a pesar de que el tiempo transcurrido lo estaba volviendo de un gris cada vez más claro.

Si alguien se hubiera sentado sobre las líneas negras del centro, dice él, podría haber visto cómo se desdibujaba en el horizonte, cómo se disolvía la senda en el celeste del cielo, como un camino imposible de abarcar.

Iba en un falcon bordó, de los que eran mas rápidos de la época. Manejaba rápido, le gustaba ponerlo al mango y que la carrocería de adelante temblara, sólo bajaba la velocidad y se quedaba tranquilo cuando sentía el temor de que se soltara la traba del capó y se levantara tapándole la visión. Le gustaba manejar cuando no había tránsito. También de noche, pero nunca en el atardecer, cuando las distancias engañan.

Salió de Carlos Casares bien temprano esa mañana, rumbo a la Capital. Conocía el paisaje, los montes que -pese a las inundaciones- permanecían firmes. -Los árboles viven de pie, este debía haber sido el título, pensó mientras puso cuarta y se disponía a disfrutar del viaje.

En treinta y pico de años, hizo el mismo trayecto miles de veces, ida y vuelta, en diferentes autos, una vez en moto, demasiadas en colectivo. La ruta 5 lo encantaba y lo hacía temer a la vez, por eso prefería el tren, que se colaba adentro de los campos, con su velocidad tenue, regalando esa incómoda tranquilidad de observar con detenimiento los sembrados, las vacas y terneros que siempre le generaban tristeza, las flores silvestres meciéndose con el viento, en medio de lloriqueos de niñas y niños que iban sentados entre sus padres, siempre con aburrimiento, y los olores de las comidas que salían de las bolsas, sandwiches de milanesa grasosos, gaseosas que terminaban derramadas, retos, olor a cigarrillo ajeno...

Ese día pensó en el tren, pero finalmente se decidió por el auto. Puso música ni bien pasó la rotonda de entrada, pasó la primera curva, el puente de 9 de Julio. Después de Chivilcoy el recorrido se hacía más movido, la circulación era mas heavy y había que poner toda la atención en los otros vehículos, por las dudas.

Por Bragado ya había pasado el momento rock, tenía cincuenta kilómetros para disfrutar, hasta el angostamiento de Chivilcoy. Iba a 80 o 90, sólo si era muy necesario subía a 100; ésto le permitía mirar a los costados adelante, banquinas, filas de árboles, tranqueras, casas a lo lejos… tal vez fueron los campos con colores que iban del verde al amarillo, pasando por el marrón, los que lo hicieron sentirse flotando, él seguía en el volante pero su ser estaba en el costado, a la izquierda, en un paisaje que era el mismo pero era otro. 

Los árboles cobraban colores fuertes y alegres, los troncos se movían con un compás mágico, igual que las flores: ¿por qué nunca había visto la simpatía de esas flores y esas hojas que le mandaban la energía de amor de ciertos abrazos?. Se preguntó muchas cosas, y todas eran olvidadas en un instante, y cada instante era atípico. La tierra se mostraba muy amable con él, ese universo lo amparaba y lo acompañaba sin cómos ni porqués, ni para ques. El sol daba el calor justo, dice una y otra vez. Él se obliga a no olvidar ese momento inesperado donde, por única vez en su vida, no necesitó nada, aunque ya ha comprobado que, con el paso de los años, hay detalles irrecuperables en su memoria.

Una fiesta, ese viaje desdoblado donde -siempre repite- un ángel invitó a su alma a salir del falcon bordó y llevó a su ánimo a sentir, a la vez, alegría y felicidad. Dice, colocando las manos con las palmas hacia arriba, que no puede explicar mejor porque no existe una palabra que defina la unión de ambas sensaciones, pero en su sonrisa es posible notar que se siente un elegido. Los árboles, como seres enterrados desde la cintura a la cabeza -brazos incluidos- lo saludaban con sus pies sin dedos al compás del viento.

                                                                                                                                                                                           MabelBE


martes, 27 de junio de 2023

Así sentía



Le lastimaban muchas cosas,
lo que salía de su control, la libertad.
Se asustaba,
se enojaba,
se tensaba.
Su mirada despedía
una satisfacción oscura al sentirse aniquilada,
Tan sensible, fuerte, tosco, retorcido, su gran miedo
se volvía silencio que decía lo pagarás.
Qué impresionante falta de simpatía.
Yo temía a ese empujón de viento helado,
su odio fuerte de vacío suicidado,
que tantas veces me redujo a pedazos de derrota.
Y salían de su interior
energías de pájaros negros con alas y picos filosos,
de todos los tamaños, malos, malos.
Sabía que lo siguiente era soportar el retroceso
de un ciclo sisífico sin porqués.
Así vencí caprichos caros,
mi cuerpo por momentos
pareció puesto para sostener 
las piedras que venía a romper.
Ese fue su poder terrenal
sobre mis intentos alados de perdón.
Y así, cada vez
menos cosas
me duelen.

MabelBE
Mas o menos igual

miércoles, 18 de agosto de 2021

Mis manos en canasta

.
Se vuelve la tarde un borroso
lenguaje de trapo y de ceniza,
su alta jerarquía da a la brisa
una reverencia de ablación,
infinitos escaños para el tedio,
y la canción de la tarde de los muertos
que hoy están todos contentos
 suturando bajo el desconcierto
de este primer cielo casi abierto.
Una película rápida me conjuga
y me veo adelante, entre la ruta
entrando, la casa, el patio, la tortuga
que ya está en mis manos en canasta.
Ahí vamos, en la última energía 
recobrada, ponemos unas flores, 
arreglamos, limpiamos, nos volvemos,
cada cosa y su lugar de desenlace
son de silencio, de sombra que se deshace.

.
MabelBE
Mas o menos igual
.

viernes, 11 de junio de 2021

Me volví

Me volví desorientada
de silencio suave, de piel alumbrada
y adherencia extraña, de amor a la gorra, de plaza
en canciones que siempre dejaron de ser.
Me vi en el vértice perpetuado de la esquina, en el tarro de los fideos, en la alacena
con reflejo de aromas que entibian el aire, en las formas de la gente
del amanecer a los gritos por la vereda.
Otra vez habité mi esperanza ingenua: ese ciclo de semillas 
entre lluvias sin mesura.
Fui
un poco
en la cotidianidad del desafecto oculto
de mil libros sin respaldo, en dos manteles, en el pequeño
adorno ruso, en cuatro platos
y en el juego de cortinas
que marcó la impaciencia de un tiempo pretendido como azul.
Para no olvidar
me envolví en desganados recuerdos del vacío
que dura hasta el fin de cada sahumerio
y me silencié en un “cómo no hablamos de ésto y lo otro”.
Contemplé con pena el tono, siempre a punto de tragedia
que no volveré a sufrir.
Busqué el mensaje “estamos bien” en el sueño de la siesta
y me volví 
desorientada
de esencia resbaladiza, de sillones verdes y alfombras pequeñas, del living
de otoño que brama actitudes ciegas de tristeza, de esta atmósfera 
de permanente abandono
que me quedó como herencia, del "ponete una camperita".
De estas alas
que 
no sé como 
siguen planeando
sobre un vértigo de poesía sin metáfora
que se va de mí pero se queda aquí.

MabelBE
Mas o menos igual

jueves, 20 de agosto de 2020

Infancia

Para sus nueve años le regalaron un montón de libros de cuentos y de poesías. Enseguida descubrió que podía leer en voz alta algunos párrafos y versos frente al espejo viejo de la piecita del fondo. Su juego preferido era ir ahí después de almorzar. Apoyaba los lápices, papeles, libros, en la mesa de planchar mientras el sol dibujaba flashes en la pared. Cuando era la hora de la merienda, las sombras le dejaban media cara oscura. Significaba el fin de la siesta, lo siguiente era el grito de la madre llamándola. Los días de lluvia eran diferentes, el olor a tierra mojada la hacía sentar en la silla azul plegable y sentirse triste pensando en nada, sin imaginación ni ansias. En una de esas siestas fue que se le ocurrió que era la poesía esa entidad que la acompañaba, la que la hacía lagrimear. Así que pensó que podría dibujarla, y esto sería en los días nublados, sin el sol en la cara haciéndole fruncir los ojos. Su primera poesía fue a los diez años, la teatralizó en una especie de ceremonia para el Tony y el Chiche, que siempre la acompañaban -como un mágico ejemplo de la influencia de los elementos estables- moviendo la cola, alertas para empezar a jugar.

MabelBE

viernes, 30 de marzo de 2018


Un espacio resistente

Ser, como el martirio o la orientación, una parte de la propia mentalidad que fluye a través de las palabras. Pero a veces algo que no se ve venir sucede. Entonces, abrirse paso entre la carroña como una roca de ternura desplazándose hacia el alivio.

MabelBE

sábado, 3 de febrero de 2018

Y así


Imaginate acostumbrándote a la indiferencia que congela
momentos tristes de inviernos indefinidos
hechos de navidades en las que nunca quisiste estar
y que el instante en que te das cuenta
vuelve
para regalarte un seguro médico por cada familiar
y que otra vez se va, en sí mismo, olvidando encima tuyo
un vacío nuevo.
Imaginate caminando las lajas rotas del patio de tu vida
entre preguntas
sobre como será un combo simultáneo de comprensión, exculpación y abrazo
o sobre la potencia del no querer
o en qué mierda que todo es tan fugaz.

MabelBE
Mas o menos igual

jueves, 18 de enero de 2018

Un espacio caramelo


Vestirse de acontecimiento, promover sonrisas, caminar calles donde el amor dejó tirados sus pétalos. Lo ajeno adentro de lo propio en un rincón. Ser presente a punto golosina en el condicional indicativo de un tiempo difícil.

MabelBE