La luz de la tarde abraza el edificio de departamentos de ventanas simples y con la falta de pintura, ejemplo de la dejadez normal de tiempos escasos. Dos árboles fuertes equilibran la esquina, sus raíces están saliendo afuera de la tierra, la vereda está ondulada cerca de ellos y combina con la ondulación de todo lo que flota en el aire a través de los rayos de sol que me entran por los ojos.
Cada vez que doy la vuelta al salir del subte y veo esta panorámica de paisaje urbano, de cuatro pisos con tres ventanas y un balcón por piso que da justo a la esquina de los dos árboles, cada vez que recorro esos cien metros hasta pasar por el lugar, contemplo ese espacio, contemplo sus colores a medida que me acerco, nuevos detalles me sorprenden cada vez, o tal vez me sorprenda siempre la misma cosa y lo olvide...
No tengo registro de lo que pasa cuando llueve. Tres veces lo intenté y el trayecto fue otra cosa. En los días sin lluvia entro en un laberinto desde la escalera de salida del subte, no tengo idea de cómo es la calle que camino hasta llegar a esa esquina, cómo son las plantas y las veredas, los edificios, si hay comercios o encargados parados con la típica escoba y el cigarrillo espiando el movimiento de los alrededores, no escucho voces, no sé qué pasa desde que doblo por Virasoro y camino hasta Amenábar, para retomar Piedras desde esa esquina donde confluyen las tres calles del viento.
Es un laberinto con miles de universos diminutos en suspensión, organismos hermosos y monstruosos, restos de insectos asesinados o muertos por lo que sea, cubiertos de polvo, olvidados por todo lo que late o tal vez recordados por un corazón similar ante nuestra indiferencia, brillos al estilo luciérnagas van y vienen. Probablemente esporas, virus, bacterias, en cantidades desconocidas, pueden estar mezclándose con el amor y otros resabios de emociones que quedaron para siempre estáticas en el aire, y me traspasan cuando entro en esa espiral, tal vez se me implanten, tal vez no. No lo sé, no puedo pensarlo en el momento, sólo después de varias cuadras, aproximadamente a la altura de Tucumán, vuelvo en mí y tomo conciencia del peligro y de la maravilla de la cuadra antes de la esquina.
Siempre que cruzo la calle y piso la esquina, me detengo con algún disimulo a prender el celular, buscar algo en la mochila, ponerme alcohol en aerosol en las manos o un pañuelo en el cuello que sujete el pelo de la corriente de aire. A veces se me antoja simplemente pararme y mirar para Amenábar, para Virasoro, para Tucumán o para Piedras, es un acto de rebeldía bobo, como cruzar las calles por la mitad. En que, después de tantas veces hacer lo mismo, me siento más alerta. Percibo la profusión brusca de brisas y espejos ventosos que confluyen en esa esquina, una y otro y otra, cada cual con la energía que trae de lo vivido calles atrás supongo, voces, aromas o los olores por los que pasaron.
Me pregunto si hay un punto exacto de esta esquina donde la unión del aire llega a generar cambios energéticos significativos, en mi vida, o en general, o en el mundo... intenté pararme entre los árboles, entre el cordón y el árbol de la izquierda, entre el cordón y el de la derecha, sobre ciertas baldosas, nada pasó; un día estuve con mi espalda pegada a la pared de Amenábar y un frío helado que me entró al cuerpo hizo que saliera casi corriendo.
Me pregunto también cómo hacen las niñas y niños que van ahí, para soportar el peso de esos cuatro pisos sobre ellos, al viento que se encuentra y se revuelve en la esquina, tantos estados anímicos... tal vez sus casas sean más alegres, tengan algo del estilo del balcón colorido del primero. Y me pregunto adónde queda todo cuando llueve, porque en esos días la esquina llena de viento desaparece, sólo vive en resolana. Ojalá alguien más se haya dado cuenta.
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