Se puede decir que entré en la literatura por
un ascensor. Me explico: cuando tenía quince, un vecino de mi edificio nos oyó
hablar a mis amigos y a mí en un viaje en ascensor, y nos invitó a su
departamento en el noveno piso. A partir de ese día empezó a pasarnos libros,
recomendarnos películas y ponernos discos, y poco a poco, en aquel living a
media luz en plena dictadura, nos hizo entrar a un mundo en el que James Dean le
leía a Marilyn el Ulises de Joyce, Dylan Thomas volvía de su última curda al
Chelsea Hotel, Coltrane intentaba llegar con su saxo hasta donde Charlie Parker
había comenzado su caída libre, Fitzgerald aconsejaba con su último aliento a
Faulkner que huyera de Hollywood, Pollock tiraba pintura como napalm en toda
tela que le pusieran delante, Sylvia Plath despertaba de su primer electroshock
y Burroughs le daba un balazo en la frente a su esposa jugando a Guillermo Tell
en una pensión mexicana. Creo que ahí empecé a entender la literatura desde
adentro, aunque me di cuenta mucho después. Esa matriz me quedó para toda la
vida. He tratado desde entonces de llenarla de otras cosas, de diluirla en mí,
mudar de piel, dejarla atrás. Pocas cosas me decepcionan como la literatura y el
cine y la música yanqui de Reagan para acá. Pero igual tengo esa matriz en el
adn, y me delato cada tanto: la exposición muy temprana al American Way deja una
impronta que se les nota para siempre a sus víctimas.
Déjenme ahora ir un
poco más atrás en el tiempo. Mi padre acababa de casarse con mi madre, o quizá
fue antes. El ya trabajaba como ingeniero en la empresa de caminos de mi abuelo:
en realidad había querido ser dibujante, pero su padre lo necesitaba ingeniero
como él (mi padre era el primogénito), así que mi padre fue lo que dijo su
padre. Viene entonces Walt Disney a la Argentina. Sin decirle nada a nadie, mi
padre deja en el hotel donde se aloja la comitiva una carpeta con dibujos suyos:
no había un solo diseño propio, eran simplemente acetatos perfectos de las
epónimas figuras de Disney. Pero todo en ellas era increíble: el color, el
trazo, la continuidad. Y no Made in USA sino Made in casa por él solito, en sus
ratos libres. La gente de Disney le ofreció trabajo bien pago en su factoría de
Los Angeles. Mi padre lo mencionó en la mesa familiar esa noche. No hizo falta
que mi abuelo levantara su voz de trueno contra él. Mi abuela, que no era de
interrumpirlo nunca, se le adelantó. Mi abuela había nacido en Inglaterra. Era,
y se creía, criolla de pura cepa, no había vuelto a Inglaterra más que unas
pocas veces de paseo, pero hasta el día de su muerte conservó su pasaporte
inglés, como un secreto certificado de pedigree, como un recuerdo de otra
vida.
Mi abuela sabía que mi padre leía la revista Time y fumaba
cigarrillos norteamericanos y copiaba los gestos de los galanes de las películas
norteamericanas. Mi abuela sabía también que una gran amiga de mi madre, casada
con un amigo de mi padre, vivía en Los Angeles, vivía bien en Los Angeles y
había recibido en su casa a mi padre y a mi madre durante su luna de miel. Todo
eso lo podía aceptar. Pero que un hijo suyo, ese hijo precisamente (mi abuela
tenía algo especial con mi padre: ese cariño callado de las madres que ven lo
tremendo que es el padre con el primogénito), que ese hijo se le fuera a vivir a
California, al epicentro del mal gusto norteamericano, era sencillamente
inaceptable para ella. Le dijo con su voz pacífica de siempre: “Ese país no es
para vos, hijo”. Mi padre pudo haber tenido la vida de sus sueños trabajando
para la Disney, jugando al golf y tomando martinis al atardecer en la costa
californiana, y yo me salvé de nacer allá, porque mi abuela le hizo sentir con
una sola frase que ésa no era una vida para él. Y nunca más se habló del asunto.
Mi padre fue ingeniero el resto de su vida. Nunca más dibujó, que yo sepa. En
cambio, ganó plata.
Mientras tanto yo crecí y llegó mi adolescencia, mi
rebelión, empecé a practicar todo lo que a mi padre le daba tirria: el desorden
de los sentidos, básicamente. Yo escribía poesía, yo odiaba su utopía de
pacotilla, eso que Henry Miller llamó la pesadilla de aire acondicionado. Lo
asombroso fue que elegí como guía, como padre espiritual en la construcción de
mi utopía, a un tipo que me inoculó la versión alternativa del Mito USA: el
desorden de los sentidos American Way. En la Argentina de la dictadura, yo
quería ser un beatnik. El demonio, como sabemos, tiene muchas caras. Uno vuelve
la vista atrás y ve cada encrucijada en que se cruzó con él (Kierkegaard decía
que el problema de la vida es que se la vive para adelante pero se la entiende
para atrás). El demonio es básicamente un veneno. Para que funcione tiene que
haber algo en nosotros que responda a él: el veneno funciona si hace contacto
con eso. De manera que reconocemos al demonio cuando ya lo llevamos dentro.
Aquel vecino del piso nueve, aquel tipo que nos abría la cabeza a base de
libros, discos y películas, tenía una hija. Era viudo y tenía una hija que era
bastante menor que nosotros y que, de un día para el otro, dejó de ser la
pendeja amarga y anteojuda que se paraba desafiante delante del sofá donde nos
desparramábamos para decirnos: “Ustedes no son beatniks”. Volvió de un verano
transfigurada en una beldad que te cortaba la respiración. Mentira: no era tan
linda, pero a nosotros tres nos cortaba la respiración. Era una morocha
argentina. Por ella se pudrió nuestra amistad y por ella nos peleamos con su
padre, cuando pescó a uno de nosotros en la cama con su hija y nos echó a
patadas a todos de su departamento, y puso a su hija pupila en un colegio en
Córdoba, y nosotros terminamos el secundario y rumbeó cada uno para su
lado.
Cuando ese tipo ya llevaba tiempo largo bajo tierra, y mis amigos
de entonces habían devenido uno financista y el otro estanciero, y llevábamos
treinta años sin vernos, yo me reencontré con ella. Nos cruzamos acá en Gesell,
ella había venido por unos días. Tiene el pelo gris y la cara hermosamente
arrugada y es una especie de pachamama, de monja zen, que habla poco pero te la
pone con lo poco que dice. Por ella supe que su padre era de la CIA. Nada
especial: un perejil, nomás. Técnicamente hablando pertenecía al UCIS, el
departamento de extensión cultural que, en cada embajada americana del mundo,
solía ser la tapadera de la CIA. No pudo o no quiso averiguar mucho más, y no le
era grato contármelo, pero me lo debía, por amargo que fuese. Con esa misma
calma sobrenatural me dijo, un rato después, que sabía por qué yo no había ido a
rescatarla de aquel colegio pupilo de Córdoba. Citó textuales unas palabras que
su padre repetía siempre, y yo bajé la cabeza y no pude mirarla cuando ella
dijo: “En el oficio de escribir se aprende rápido que, más útil que tener una
musa, es haberla perdido”. Porque en lo más íntimo sé que empecé a ser eso que
se llama escritor en aquel momento exactamente, cuando no la fui a buscar.
Juan Forn