Yo quería enseñarle los nombres de las flores,
autocuración y centaura; en la gran finca
donde nunca pasta el ganado, asfódelo de ciénaga.
¿Acaso podría yo haber amado a alguien tan fuera de quicio
y, como dicen, haberle dado alas?
Había dormido en cuna hasta los doce
por ser tan infantil, me supongo,
o por falta de cama: ¿acaso su padre no había
perdido todo en el juego menos el pastizal juncoso?
Parecía tener el cráneo cincelado como una cuña
sobre los hombros, y la espalda jorobada,
lo cual le daba un aire casi académico.
Pero no podía recordar las cosas que le había enseñado:
cada nombre flotaba sobre su flor
como una mariposa incapaz de posarse.
Ese día desfloré una tragontina
para dejar en libertad a los mareados insectos.
Con delicadeza deslizó la mano entre mis muslos.
Me dio miedo; y aún no sé por qué
pero salí corriendo, bañada en lágrimas, a contárselo a todos.
Me enteré de que todos los días de aquella semana
lo azotaron con una vara de endrino, y luego lo amarraron
en el henar. Yo podría haber sido la vaca
a la cual habría descolado después con cizallas,
y él el carnero enredado en alambre de púas
que mató a pedradas cuando lo dejaron libre.
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