Tengo que pasar varios filtros para llegar a algunas palabras del léxico familiar cotidiano. Filtros de angustia y vacío, también de desamor -para el caso de que el desamor pueda separarse de alguna manera de los vacíos- y, por qué no, de momentos de amor y suavidad. Como los pétalos de las cebollas, pero reemplazando olor por dolor la mayoría de las veces, con unas pocas absolutamente perfumadas.
Me hago cargo de la parte que me toca, siempre contestando, yendo por más, devolviendo el doble, en un concepto, en un insulto, en un gesto con aspaviento. Es que simplemente el alma no me dejaba pedir perdón, o decir tenés razón. Ojo, por ahí era el ego, una cosa u otra, no creo que se puedan mezclar... Cuando no tenía otra opción, bajaba la cabeza, pero era con rebeldía, pensando en cómo salir airosa de la situación, donde airosa significaba no sentir que el pecho se me partía de tristeza. Todavía hoy me pregunto si se me notaba el terror que me daba hacerlo.
Pero vuelvo a las palabras, ¿cuáles eran?, mis padres no eran de muchos recursos léxicos, mi madre cocinaba muy rico y muy limpio, mi padre tenía dinero para gastar, ambos eran generosos con ésto que daban: comida y dinero en una casa de inviernos tibios por la eskabe que amparaba los ambientes. Recuerdo la luz, difusa para mi gusto, de la cocina, tanto de noche como de día, el living, la escalera que llevaba a las habitaciones de arriba, un poco más frías. Y el patio, siempre con animales, sapos, colibríes, conejo, tortuga, gatos, tero, siempre perros.
Es extraño que ninguna palabra aparezca en mi mente, algo en medio de un consejo o de un sermón, alguna letra hilada en medio de una sonrisa o una muletilla cómplice entre miradas. Busco entre sensaciones de sorna y de enojo, entre los tambores en el corazón durante momentos de terror, pero nada aparece.
Y de repente: “Si no comés se la vamos a tener que dar a los perros”, veo a mi padre diciéndole a las visitas que no se servían más comida, durante los domingos de mesas de más de una docena de personas. Me vuelvo de seis, ocho o nueve años, me veo con la espalda doblada por demás, flaca, las orejas sosteniendo sin problemas pelo lacio y oscuro, los ojos desconfiados, y escucho a continuación, también de su boca: “es una jauría”. Se refería a pequeños grupos de jóvenes revoltosos. Si, la jauría, para mi familia nunca fue un grupo de perros cazadores, sino personas desordenadas, que podían hacer daño desde la inconsciencia.
La sensación me aparece, aunque sin frases pensadas o dichas, cuando no logro resolver un problema, cuando veo a un paseador de perros y al grupo dócil que lo acompaña, todo lo contrario a una jauría, cuando veo flores en los canteros, cuando recuerdo la casa donde crecí.
Seguramente hubo muchas otras frases, no me extendí a amigos, primos, tías y tíos, vecinos… Pero no puedo atrapar más recuerdos ahora. Pienso en las sobras. En los filtros y en las cebollas. En mi infancia incómoda, con sus momentos balsámicos. En que es una suerte que existan los perros, en la comida y en la ajenidad de ciertos conductos filiares.